Bajo el título ¿Una sociedad sin recuerdos?, la XIX edición del concurso Pasaporte para un artista, organizado por la Alianza Francesa de Lima, tuvo como tema general “la (no) memoria en una sociedad” y las formas en que el arte puede representar la historia de la violencia política en el Perú. (1)  El ganador fue Fernando Prieto con la instalación “Los varios Perú”, donde recopiló múltiples respuestas a la siguiente pregunta: “¿Cuáles crees que fueron las causas del surgimiento de grupos subversivos en el Perú de los años 70’s y 80’s?”. Las respuestas fueron impresas en papel al interior de unos ladrillos de cartulina que forman un muro en las paredes de la sala. Para leerlas uno debe levantar la tapa de cada ladrillo, descubriendo textos de 250 palabras, en algunos casos, mientras que en otros aparecen sucintas frases como “la desigualdad”, “el marxismo” o “el centralismo limeño”.

Fernando prieto - "los varios perú". instalación [fotografía del autor]

Según el texto de presentación del autor, el proyecto tiene como objetivo máximo plantear la necesidad de pensar un nuevo proyecto nacional: “Creo que las respuestas a esta pregunta están a la base de nuestra actual construcción de lo que la sociedad peruana es y podrá ser. Es a partir de nuestra comprensión del pasado que podemos imaginar escenarios y tramas posibles para nuestro futuro y definir nuestras acciones en él.” Así, la instalación busca “visibilizar las múltiples respuestas, crear un espacio neutro donde escucharlas, tolerarlas y aprender de ellas…” Más adelante sostiene que “…cada ladrillo [es entendido] como un peruano en una construcción hecha de tantos puntos de vista diferentes como partes tiene.” Aquella premisa pluralista, entonces, da cuenta de la forma de la obra. En lo que sigue quisiera cuestionar cómo el autor concibe su instalación, examinando las premisas ideológicas que la sostienen, para luego pensar qué implica que haya conseguido el primer lugar en el concurso. Al ser sancionada como aquella obra que resolvió de forma plena su realización, el proyecto de Prieto respondió cabalmente a las preguntas planteadas por el concurso. (2) Espero que estas ideas superen el usual derrotero del comentario crítico en nuestro medio, donde rápidamente se identifica toda crítica con un problema de orden personal que, no está demás decirlo, no tengo ni aspiro a tener con el artista.


Ahora bien, la instalación merece pensarse porque transparenta las ideologías que animan al arte que desea cumplir una función crítica en nuestra sociedad. En ese sentido, se trata de un trabajo plenamente identificado con cierta forma de comprender su época. ¿Por qué? En primer lugar, es una obra que ha asumido la certeza posmoderna de que es imposible acceder a la verdad de las cosas. Como su texto lo indica, solo podemos acceder al “pensamiento del otro” en cuanto éste –el otro- lo exprese. Por ello la obra recopila respuestas individuales a la pregunta por las causas de la violencia política, pero nos dice que lo único que el artista debe hacer –aquí una dimensión normativa que espero sea reconocida- es permitir que las leamos sin prejuicios, sin sesgos, pero, sobre todo, sin pretender establecer su verdad o falsedad. Si seguimos la visión de Prieto, en el Perú la historia debe ser una suma de puntos de vista individuales, inconmensurables, como cada ladrillo que, pese a que compartan ciertas propiedades (color, estar hechos de cartulina), tienen una medida distinta.


De esa forma, el artista renuncia al “viejo” deseo de decir algo sobre el mundo, para registrar las respuestas que, más allá de su verdad o falsedad, defenderá de forma vehemente. Cualquier discurso que pretenda erigirse como verdadero e imponerse sobre el resto será relativizado por las múltiples respuestas, por todos esos puntos de vista que lo desmentirán. El problema es que si existe la verdad, ésta no puede depender de nuestros gustos, mientras que la opinión y el gusto efectivamente dependen de cada individuo. (3) (Suspendamos aquí la discusión sobre el carácter social del gusto) Sin ninguna pretensión de verdad, el artista opta por no juzgar los contenidos de las respuestas.


Resulta problemático que desestime la necesidad de una verdad histórica que permita discutir las opiniones recogidas. Desde luego, dicha verdad estará sujeta a la constante dialéctica entre consenso y disenso, pero si se renuncia a ella creo que podemos decir, sin fatalismo alguno, que todo está perdido. En aras de una concepción puramente negativa del pluralismo, Prieto está dispuesto a permitir que todos expresen su opinión a pesar de que estén equivocados (que “Velasco es la causa de Sendero” es una idea harto discutible, por ejemplo). Pero lo que uno debe legítimamente preguntarse es dónde está su propia lectura de la historia nacional. Si él considera que el gesto de permitir que todos hablen es el principal índice de una sociedad democrática, podríamos pensar que Prieto sostiene que vivimos ya en dicha sociedad, y su obra solo busca hacerlo explícito. Si esto es así, tal vez su propuesta no esté tan interesada en pensar las bases de un nuevo proyecto nacional, sino en sostener que basta con tolerar el flujo infinito de opiniones para reconocer al Nuevo Perú.


Sin embargo, ¿por qué la bancada fujimorista calló a gritos la juramentación de la congresista Indira Huilca el pasado julio? Para el fujimorismo el hecho de que Alberto Fujimori haya sido condenado a prisión es una mera opinión, producto de conspiraciones contra su persona y partido. Es decir, para ellos no es verdad que Fujimori es un asesino. Ese “para ellos” no condujo a que “toleren” las palabras de Huilca, sino a gritar para silenciarla. Aquel evento es una muestra perfecta de la situación a la que conduce el reino del relativismo y la opinión: donde no hay verdades, solo la imposición de la opinión mayoritaria reclamará el poder de establecer cómo son –y deben ser- las cosas.


La obra ganadora parece relanzar la famosa pregunta “¿En qué momento se jodió el Perú?” antes que indagar en las formas como se está construyendo –o no- una historia común que inevitablemente estará siempre sujeta a disputa. En la exhibición vemos otras afirmaciones como “el arte peruano ha dicho ciertas cosas sobre la violencia política que merecen ser revisadas” (Pablo Ravina, Jorge Eduardo Maita), o “la gente dice cosas sobre la guerra que debemos reconocer, a fin de cuestionar las historias dominantes” (Raúl Silva). Frente a ello, Prieto ha optado por no decir nada. (Ojo, no me interesa decir quién debió haber ganado, pues mi premisa es comprender por qué ganó Prieto) El artista ni siquiera ha echado mano de la usual justificación de los artistas cuando tocan un tema como la violencia política: que lo que ellos buscan es desestabilizar la historia oficial. Parece que a Prieto esto le parece un exceso de arrogancia por parte de los artistas, por lo que su proyecto únicamente consiste en permitir que todos digan lo que les de la gana.


Si tomamos en serio el concurso, ¿por qué han escogido esa obra como la respuesta a las preguntas que los organizadores formularon? Una respuesta a esto es que, en cuanto Prieto no se arrogue ningún discurso propio sobre la violencia, permite sostener que la memoria es un proceso que ya está sucediendo en el país, por lo que solo hace falta registrarlo. Otra respuesta se basa en la curaduría, donde Nicolás Tarnawiecki sostiene que en las obras expuestas “…en ningún caso se trata de una narración lineal e irreversible, sino que se presenta bajo una forma abierta, reposicionable, que evidencia la posibilidad de una lectura inagotable.” [ACTUALIZACIÓN 10/10/16: La anterior cita corresponde al conocido texto de Anna Maria Guasch, “Los lugares de la memoria: el arte de archivar y recordar” en MATERIA Nº 5, 2005, p. 158. La referencia no fue debidamente consignada ni en el texto de pared (de donde la tomé al visitar la exposición) ni aún en el extenso texto del Catálogo escrito por el curador.] Es decir, la obra ganadora sería un digno ejemplo de la postura que el arte contemporáneo debe tomar frente al proceso histórico. Si un concurso premia lo que considera ejemplar, encontramos su dimensión normativa implícita: el concurso nos dice que la respuesta de Prieto es una buena respuesta a la pregunta por cómo el arte representa el período de violencia política.


Es común encontrar en exhibiciones de arte contemporáneo una serie de cosas que los artistas rechazan: la historia lineal, la imposición (del arte o de cualquier cosa) de un sentido unívoco sobre el mundo, la instrumentalización del arte por poderes extra-artísticos, etc. En esta línea, cuando Tarnawiecki afirma que el arte produce una “lectura inagotable” de la historia está apoyándose en una teoría que afirma el carácter paradójico del arte contemporáneo, pero vale preguntarse si en el caso de Prieto nos enfrentamos a una obra que responda a dicha premisa. Convengamos en que una obra realmente paradójica hace imposible que determinemos su sentido, pues nos enfrenta a una contradicción irresoluble. Frente a ello, en la obra de Prieto vemos contenidos contradictorios (las opiniones) pero que han sido reconciliados de antemano por el artista, quien los entiende como expresiones de los puntos de vista parciales que constituyen nuestra historia.


Pero el gesto que disuelve toda paradoja –y que lo aleja de la “inagotabilidad” del arte que el curador propugna- es precisamente el mensaje que, ahora sí, Prieto enuncia en una nota al pie de su texto: “Las opiniones contenidas en el presente trabajo no son opiniones del artista ni necesariamente son compartidas por él.” Es decir, Prieto no se hace responsable de lo que su obra dice, sino sólo de que esas opiniones sean dichas. Una suerte de responsabilidad de la forma mas no del contenido. Un arte que, como el segmento publicitario en radio y televisión, deja constancia de su no-responsabilidad por lo que sea que el cliente exprese. Lo que llama la atención en esta situación no es, como ya dije, la instalación en sí, sino el que haya ganado el concurso. Podríamos esperar que el jurado nos exponga las razones que animaron su decisión, pero esto no resolvería el problema aquí planteado. Si el concurso es una institución que legitima ciertas prácticas, el gesto de otorgar un premio debe ser leído como una afirmación: preguntaron si somos una sociedad sin recuerdos, y la obra ganadora sostiene que somos una sociedad en la que solo hay recuerdos individuales. Es decir, somos una sociedad donde no hay (ni debería haber) verdades, sino puntos de vista parciales que han renunciado a reconocerse como parte de un mismo proceso histórico.


Notas: 

(1) Debo decir que en algún punto de los preparativos fui convocado para curar la exhibición inaugurada en setiembre en el Centro Cultural de la PUCP, pero no pude aceptar la propuesta.

(2) Quisiera detenerme en todas las piezas que componen la exhibición, pero dejaré anotadas algunas ideas: dos propuestas (Pablo Ravina y Jorge Eduardo Maita) han puesto en escena un proceso reflexivo en torno al discurso sobre el período de violencia política que las artes visuales han desarrollado, cuestionando su establecimiento como lugar común en el arte contemporáneo local. La propuesta de Raúl Silva más bien se ampara en el entendimiento de la práctica artística como una práctica ética, una suerte de estetización del acto ético (escuchar al otro) que el artista considera necesario para hacer un arte comprometido con las fracturas del país. Estas propuestas levantan problemas de otra índole que merecen ser discutidos.

(3) Hago eco de un debate planteado por Boris Groys aquí.