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la vanguardia local. fotografía del autor

Arte y Mercado en el Perú (Remix)

Publicado: 2016-04-25

En 1983 apareció el artículo “Arte y Mercado en el Perú” firmado por Sebastián Gris –seudónimo del curador Gustavo Buntinx.[Nota: Ver la revista Debate Nº 19, pp. 43-49] En pocas páginas el autor presentó algunas ideas para pensar la relación entre las artes visuales y el mercado capitalista en nuestro medio, concluyendo que “la importancia del comercio artístico en el Perú no radica (…) en sus precios ni el relativo aporte de las obras que por él circulan, sino en su carácter de mecanismo único para el control de nuestra producción visual.” (cursivas añadidas) Aunque pueda argumentarse que estamos en otro momento histórico, el diagnóstico no ha perdido vigencia sino que resulta cada vez más preciso para caracterizar la situación actual del arte contemporáneo local, a condición de discutir el sentido de su afirmación. En lo que sigue quisiera proponer algunos puntos para pensar el arte en los últimos dieciséis años de boom económico, guiándome por el artículo ya citado de Gris.

1. La ambigüedad de la producción artística

Uno de los asuntos centrales en este campo de problemáticas consiste en preguntarnos si las artes visuales están efectivamente orientadas al mercado actualmente. Partamos de una analogía: la antropología estudió las sociedades campesinas a partir de su condición subordinada ante una “sociedad mayor” para luego, tras múltiples estudios de caso, mostrar cómo resisten al abandono de sus formas tradicionales de organización social. ¿Cuáles serían estas formas? Sistemas de producción donde el trabajo colectivo (familiar y comunal) impera sobre las estrategias individuales del trabajo asalariado; una concepción del mercado como una serie de lugares específicos (ferias locales y regionales, p.e.) en donde, además, se realizan intercambios de trueque y venta; un empleo colectivo de ciertos recursos naturales y tecnológicos y, por último, una producción que no sólo se orienta a satisfacer las demandas externas urbanas, sino también el autoconsumo. [Nota: Un estudio local clásico es Economía de la comunidad campesina de Efraín Gonzáles de Olarte, publicado por el Instituto de Estudios Peruanos en 1984]

La pregunta antropológica por los campesinos equivalía a pensar si es posible que un modo de producción no capitalista sobreviva donde el capitalismo reorganiza bajo su lógica todos los ámbitos de la vida social. Así, al explorar la mercantilización de la producción campesina, uno de los puntos principales consiste en entender de qué forma se ha ido orientando –o no- hacia el mercado, y si ello supone el abandono de la organización comunal antes descrita. Se ensayaron varias explicaciones: desde aquellas que asumieron alegremente que, ante un modo de producción obsoleto, el capitalismo le dio al campesinado una oportunidad para reinventarse; hasta aquellas que, de forma menos entusiasta, denunciaron la pérdida de formas no capitalistas de organizar la vida colectiva. Lo decisivo consiste en que en el análisis de la orientación al mercado radicaban los futuros posibles del campesinado: su transformación total en proletarios, su integración parcial al mercado, el abandono de la organización comunal o su mantenimiento como forma de resistencia, etc.

A diferencia de la producción artística, la economía campesina destina una porción de sus productos al autoconsumo, es decir, a la satisfacción de ciertas necesidades vitales (alimentación, p.e.). Difícilmente encontraremos en el arte tal característica, pese a que cierto sentido común sostenga que éste satisface también una suerte de “necesidad estética básica” (¿expresión? ¿comunicación? ¿embellecimiento?). Lejos de ello, la analogía con el estudio del campesinado nos debería llevar a preguntarnos qué es lo que caracteriza a la producción artística y, tras ello, cuáles son las posibles transformaciones que el mercado opera actualmente sobre ella. Cuando Gris escribió el artículo citado, el análisis del mercado artístico local presentaba una facilidad: como los artesanos, los artistas aparecían en un mercado bastante reducido –contadas galerías y coleccionistas privados- a ofrecer los productos de su trabajo, el cual se desarrollaba en “el taller”, ámbito privado donde ellos mismos controlaban sus medios de producción y el tiempo de sus jornadas. Sin embargo, ante espacios de mercado y relaciones sociales fácilmente localizables (entre galeristas, artistas, coleccionistas, etc.), el autor no dudaba en denunciar al mercado capitalista como un mecanismo de control. Pero, ¿control de qué?

El ambiente crítico de la época se encontraba comprometido con el análisis marxista y su horizonte revolucionario, por lo que el mercado aparecía como el gran enemigo del arte, entendido el último como un espacio de resistencia y potencia política. Aquellas relaciones entre arte y política han definido algunos pasajes de nuestra historia reciente, donde parecían disueltas las contradicciones que su mercantilización podría suscitar: si el arte participaba en los procesos de cambio social, su comercialización no sería un problema. Después de Sendero, sin embargo, tanto el materialismo histórico –como aparato crítico- como el horizonte revolucionario fueron abandonados por artistas e intelectuales locales. Por otro lado, hoy el mercado del arte presenta muchas diferencias con aquel analizado por Gris en 1983. Veamos algunas consecuencias de estos cambios a través de un caso concreto.

2. La política como el “afuera” del mercado

Si en algún pasaje de la historia nacional contemporánea se hacen visibles ciertas estrategias de producción que el “arte crítico” buscó poner en marcha, es alrededor del año 2000. Como punto de inflexión para nuestra sociedad, la caída del régimen fujimontesinista significó, para el arte y la política, un momento donde ambas prácticas se vieron articuladas en miras a la constitución de una esfera pública que combata la dictadura. Una generación de artistas participó activamente en el proceso de resistencia u oposición democrática, pero poco se ha discutido sobre lo que vino después: así como muchos estuvieron dispuestos a abandonar “el taller” y la producción individual de obras, el nudo neoliberal entre democracia y mercado se ocuparía de la despolitización futura de esas prácticas artísticas. O al menos de su correcta circunscripción a un campo artístico modelado por la boyante economía nacional.

Lo cierto es que el contexto de la movilización social contra la dictadura significó la aparición de un circuito no mercantil donde el arte encontró un espacio de reconocimiento y socialización que radicalizó la operación de denuncia –en la que el arte se encontraba atrincherado durante los 90- y, por un momento, trabajó mano a mano con la política hacia la “recuperación de la democracia”. No es éste el espacio para reflexionar sobre el carácter reactivo del arte politizado de inicios del milenio, sino sobre los hechos que tempranamente indicaron el horizonte que prefiguraba: el 24 de noviembre del 2000, el Colectivo Sociedad Civil le entregó una bandera lavada, tras seis meses de intensa labor política en las calles, al gobierno de transición encabezado por Valentín Paniagua. Esa acción, ya lejos del entusiasmo y la esperanza de cambio del momento, permite pensar el lugar que las artes visuales han tenido en los dieciséis años que nos separan de la caída de la dictadura.

El ComERCIO, DETALLE DE PORTADA DEL SÁBADO 25 DE NOVIEMBRE DEL 2000.
Fotografía: santiago quintanilla

Me refiero a que una vez “derrocado culturalmente” el régimen, la búsqueda de la politización del arte ya no tendría motivos para realizarse por fuera del campo artístico, pues una vez concluido el tiempo de la política, el arte podría volver a su función cotidiana como una práctica que se ocupa únicamente de “lo simbólico”. Sin duda, lo simbólico también se reordenaría bajo las nuevas promesas del neoliberalismo, como los demás campos de la vida social. De esa forma, y pese a que continuaron operando algunos años, el gesto de Sociedad Civil anunciaba una triunfal retirada del arte hacia su lugar habitual. [Nota: Sobre la idea del “derrocamiento cultural de la dictadura” ver el artículo “Lava la Bandera. El Colectivo Sociedad Civil y el derrocamiento cultural de la dictadura de Fujimori y Montesinos” de Gustavo Buntinx, en la revista Quehacer Nº 158, Enero – Febrero de 2006. Una versión ampliada aquí.]

El problema es que sería precisamente ese lugar cotidiano del arte el que entraría en una profunda reconfiguración: Rodrigo Quijano llamó la atención sobre el proceso de reoligarquización simbólica del imaginario nacional que, junto a la ausencia de alternativas al modelo neoliberal, condiciona al arte y la política local después del 2000. Pero no se trata únicamente de cambios simbólicos, sino concretos: los espacios de circulación y difusión del arte contemporáneo local hoy se encuentran determinados por el interés privado –inclusive los espacios nominalmente administrados por el Estado- pero, a diferencia de 1983, ya no hablamos tan solo de unas cuantas galerías, sino de una nueva configuración espacial y temporal de la práctica artística. Un nuevo modelo subjetivo que, como anotaba Gris, pone en escena la ideología del éxito individual –el artista como emprendedor-, pero aquella ideología no era simplemente una concepción falsa o errada frente a las promesas del precario mercado del arte de los 80, sino que los espacios de circulación y difusión del arte, así como la figura pública del artista, son hoy los escenarios donde ella encuentra su inscripción y legitimación social.

Esto nos estrella contra un problema: la figura emprendedora e individualista del artista actual se opone a los discursos históricos sobre el arte contemporáneo en el Perú, que no dudan en señalar la acción colectiva y el compromiso social como sus principales motores de cambio. Aún más, muchos artistas que participaron en aquellos pasajes históricos son hoy emprendedores del “arte crítico” -un rubro del arte que, según dicen, dignifica el espacio comercial. En este contexto, la politización del arte bajo un horizonte emancipatorio ha quedado depositada en los viejos sueños de la historia que, vistos hoy como delirantes, ingenuos o inviables, no presenta grandes consecuencias para las prácticas artísticas actuales (y futuras).

Y no es que hoy el arte no toque temas agudos para la realidad social peruana, como la violencia política o los conflictos sociales (la minería es uno de los nuevos preferidos), sino que justamente trabaja sobre ellos únicamente como temas, asumiendo que el exponerlo en una galería, por ejemplo, permite mágicamente examinarnos de forma crítica. Sin ninguna posibilidad de plantear un debate público, muchos de los esfuerzos del quehacer artístico se revelan como estrategias, conscientes o no, para satisfacer las demandas del mercado.

3. Consenso y dominación: la situación actual

Para volver a la analogía con el campesinado, el problema fundamental hoy es que el arte sea concebido como una especie de necesidad vital –de autoconsumo- que siempre trascenderá cualquier constreñimiento que venga impuesto por la economía política en la que se desenvuelve. El arte como un espacio vital y de pluralización de las sensibilidades que debe aprovechar toda oportunidad para su difusión social pero, eso sí, sin involucrarse con el Estado. Un arte anti-institucional –cercano a la ideología de la informalidad- que no es capaz de concebir en qué medida depende de la institución social que lo soporta actualmente: el mercado.

¿De qué forma opera dicho soporte? A través de un consenso básico que asume que el mercado, ante el llamado “vacío museal” que el Estado no resuelve, tiene la capacidad de asumir la mediación entre el arte y el ámbito público. Como forma de pagar el precio al lucro, el mercado debería cumplir funciones pedagógicas y de difusión cultural. [Nota: ver este artículo de José Armando Hopkins sobre las ferias del año pasado] Cualquier cuestionamiento a este esquema será señalado como mezquino respecto de aquellos -los inversionistas privados- que, a diferencia del Estado, “sí se ponen la camiseta por el arte”, pretendiendo que su actividad comercial se disfrace de filantropía. En este contexto, el arte local no escatima en declararse en contra del Estado, pero no asume su papel activo en los juegos de poder del mercado.

Estamos ante dos consensos que habría que atravesar: por un lado, se asume que el arte jugó un papel importante en los procesos políticos de las últimas décadas –el 2000 es un ejemplo elocuente aunque poco discutido; por otro lado, se acepta que las artes visuales en Lima se encuentran orientadas por y hacia el mercado. El pasado sería el momento de la socialización del arte, mientras que el presente aparece como una recompensa a su histórico compromiso social. Sin duda se trata de un consenso y, como tal, expresa la ideología dominante en nuestra sociedad –parafraseando nuevamente a Gris. Si aceptamos que esa relación entre historia y presente es al menos problemática, es necesario volver a plantear el terreno para examinar la historia del arte contemporáneo local. De hecho, esa historia está escribiéndose actualmente, y puede que al echarle miradas críticas a nuestro proceso histórico encontremos respuestas a la urgente pregunta por una práctica artística que comprenda de forma menos espontánea e ingenua su relación con el mercado y con los procesos políticos.

Resulta curioso que muchos discursos del arte sigan entendiendo al mercado como su gran enemigo, y no como su actual condición de posibilidad. Y es que el mayor problema del arte contemporáneo no es tanto su relación con un campo exterior –la economía o la política-, sino la deficiente conceptualización de sí mismo. La politización del arte requiere de un contexto ideológico fuerte, como aquel que colapsó en 1989, en el cual el mercado capitalista sea visto como una condición a superar por la vida social, y no como aquello que desvirtúa la naturaleza supuestamente desinteresada del arte. Cabe preguntarnos, entonces, bajo qué condiciones el arte puede ser algo más que la “transgresión simbólica” de la vida social.

El problema de la fórmula de Gris es que supone al mercado como aquello que controla la potencia del arte, y no como una lógica que organiza el conjunto de relaciones sociales entre las cuales el arte es tan solo una más. El arte como una práctica no mercantil es pensable solo si afirmamos que el problema no consiste en liberarlo del mercado, sino en liberarnos del capitalismo como fundamento y sentido último de la vida social. Finalmente, así como las banderas lavadas de fin de siglo condensaron por un momento la relación entre arte y política en su convergencia contra la dictadura, es crucial pensar las condiciones actuales que (im)posibilitan su articulación productiva hacia una nueva sociedad. O, mientras tanto, que no contribuyan a seguir afianzando esa que ya somos.


[Agradezco a Willy Rochabrún, Javier Urbina, Stephan Gruber y Rafael Nolte por sus comentarios y críticas a la primera versión de este texto]



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Notas de Trabajo

Notas de Trabajo de Mijail Mitrovic, músico y antropólogo con base en Lima, Perú.