Hace algunos años, Fernando De Szyszlo concedió una entrevista al diario La República, donde el encabezado enfatizaba la siguiente frase: “Los colores son tan bellos que no van con la política”. Si uno pasa la página, se pierde el hermoso gesto que delata el funcionamiento exacto de la ideología: al costado, en letra chiquita, se lee “La izquierda y la derecha no llevan a ninguna parte”. Es decir, el artista habla de política pero dice que su quehacer está fuera de ella. Aun más, la entrevista se abre de la siguiente forma: “Don Fernando, deja usted la presidencia de la Comisión de Alto Nivel del Museo de la Memoria en medio de una polémica…”. En efecto, el artista dirigía el proyecto del ahora Lugar de la Memoria, cargo que difícilmente entenderíamos como exento de política, pese a que algunos separan esta de la gestión (“es un cargo técnico”, dicen). El gesto ideológico está no sólo en su palabra sino en la misma diagramación de la entrevista impresa, la cual orienta nuestra lectura desde el primer vistazo. Una contradicción evidente entre el título general y el contenido de la entrevista que no genera preocupación alguna en los editores. De Szyszlo pretende estar por encima de la política, no contaminado por ella: un “genio” aislado y libre en su creación artística y un ciudadano comprometido con la gestión pragmática de la cultura. Los dos cuerpos del artista. (Augusto Del Valle comenta esta ideología estética en perspectiva histórica).

Hace unos días fuimos escenario de una aplicación práctica de la ideología del célebre pintor, cuando Luis Castañeda Lossio declaró al mismo diario, al ser interpelado por el borrado y posterior pintado de amarillo de murales públicos en el centro de la ciudad, que: “Los colores no tienen nada que ver, pero sí son de Solidaridad Nacional, como el amarillo, es el color de cualquier partido.” Resulta inverosímil que el color empleado no haga referencia a su color. Días después, sobre la misma polémica, el ya citado De Szyszlo manifestó que: “…usted no puede pintar una calle con sus ideas políticas y hacer que los demás las acepten. Eso no tiene nada que ver con la libertad de expresión. Yo en mi casa puedo pintar los cuadros que quiero en el estilo que quiero, pero si se los impongo a la ciudad tiene que haber algunos parámetros, ¿no?”. Una nueva versión de su fórmula “Los colores son tan bellos que no van con la política”. El pintor se refiere a la simpatía entre el muralista Olfer y el MOVADEF, excusa con la cual Castañeda pretende justificar sus actos de limpieza, como si de ello se siguiese que todo mural funciona como propaganda política.

El pintado de murales, más allá de si gustan o no, es una forma de trastocar un orden que en Lima viene impuesto casi sin resistencia por el conservadurismo del ornamento y la lógica del mercado: una estética publicitaria e inmobiliaria, donde el centro comercial es el modelo de espacio público que se viene reproduciendo a nivel nacional.

Son dos los argumentos, entonces: hay que eliminar la política del espacio público y hay que conservar el Centro Histórico. Pero el punto de esto no es discutir si debemos preservar el arte urbano porque sí, pues recordemos que éste muchas veces mantiene una tensa relación con el Estado. Lo que está en juego aquí es la configuración estética de la ciudad, es decir, del espacio común a todos los que la habitamos, y quiénes serán los encargados de decidir sobre ésta. La potencia del espacio público como un soporte de inscripción simbólica es algo que publicistas, artistas, políticos y terroristas conocen muy bien, y saben cómo darle uso. En ese sentido, el pintado de murales, más allá de si gustan o no, es una forma de trastocar un orden que en Lima viene impuesto casi sin resistencia por el conservadurismo del ornamento y la lógica del mercado: una estética publicitaria e inmobiliaria, donde el centro comercial es el modelo de espacio público que se viene reproduciendo a nivel nacional.

Desde aquí, lo que Castañeda viene haciendo, y De Szyszlo ratifica ideológicamente, no es estrictamente una censura, pues esta tiene como objetivo imponer una significación sobre lo censurado. Se trata de una limpieza estética muda y de una vuelta a la idea de un Centro Histórico que debe exhibir de forma clara el orden colonial del cual Lima proviene. Un gesto profundamente antipolítico, si seguimos el término propuesto por Carlos Iván Degregori, que cancela la posibilidad de que la política ocurra. No se trata de preservar todos los murales porque sean bonitos o buenos. Se trata de defenderlos porque fueron producidos al interior de una política pública específica –la de la gestión Villarán- que buscaba articular a diferentes artistas en un proyecto de ciudad donde la estética, cuyo resultado puede gustarnos o no, jugaba un papel en la reimaginación ciudadana del espacio público. En esa misma gesta, el papel de las artes escénicas y de la música buscó ser descentralizado de los lugares comunes donde éstas suelen realizarse. Así, se trataba de una reimaginación activa donde no sólo el gobierno –y la empresa privada, que es su combustible- decide. De allí proviene el valor de los murales hoy extintos.

Por ello, el problema no es el borrado de los murales en sí, sino la línea política que esto expresa y que seguirá vigente bajo el gobierno de Castañeda: la ciudad solo será modelada por él y su séquito mafioso. Lo penoso es saber que esta limpieza estética viene legitimada por el voto popular, pues el actual gobierno descansa tranquilo sobre el sentido común limeño, conservador y deseoso de ser puesto en regla, de ser sometido a la “mano dura”. Con esa base social parece que Castañeda no tendrá mayores problemas para imponer su proyecto estético. Como sabemos bien, ni la resistencia ni la acción propositiva vendrán de arriba, y por ello es importante concluir que, tras este gesto inaugural del régimen, la política puede estar de vuelta.